Literatura
Actualizado el 31 de Diciembre de 1969


Literatura: “UNA METAMORFOSIS”


En esta entrega publicamos un adelanto del libro que próximamente se editará del sanmartiniano Jorge Zalazar

Jorge Zalazar vive en San Martín, es profesor de Literatura. Ganó premios en concursos de la Municipalidad de Rivadavia y en el Concurso Marta Beatriz Bustos, de Junín. Próximamente editará su primer libro de cuentos: Misterios Enllavados, con relatos ubicados en la zona Este de Mendoza

 

“UNA METAMORFOSIS”

Mi nombre es Isaías Bregovic. Fui profesor de la cátedra de Metafísica en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo. Nunca pequé de falsa modestia, por lo que enumerar mis títulos y galardones es natural y necesario. Siempre intenté dejar una marca en mis alumnos, incorporando al marco teórico del espacio una visión personal y superadora. Para ello incluí, allá por los años ’60, en el programa de la asignatura, mi teoría sobre el desdoblamiento. Mi proposición era la siguiente: el horizonte de una partícula se convierte en la partícula de un horizonte más grande. Para enunciar esta proposición adopté el razonamiento ateniense, aquel que sostenía la existencia de un desdoblamiento de los tiempos debido a aceleraciones de su transcurrir, y la aseveración de que para vivir había que utilizar un pasado, un presente y un futuro al mismo tiempo. Los griegos adquirieron este conocimiento en el contacto permanente que establecieron con Oriente, a través de Persia y la India, transportado a la Hélade por los sabios que acompañaban a Alejandro Magno. Pero mi aporte a este saber milenario fue ignorado y vilipendiado por mis colegas y alabado tan solo por quirománticos y parapsicólogos, con la consecuente sorna hacia mis escritos por parte de los círculos del saber mendocino. Mi contribución fue decir que este transcurrir por los distintos tiempos se realizaba por dos personas, vale decir un original y un doble, siendo posible que este doble fuera nuestro verdadero “yo”. El cuerpo visible explora el espacio en nuestro tiempo, mientras que el otro, imperceptible para nuestra visión humana, viaja en los diferentes tiempos de nuestro desdoblamiento.

Sigo con el relato de mi vida, porque quiero que quede bien en claro quién soy. No es que tenga dudas sobre mi identidad, es para que los demás lo sepan. Además de mi vida profesional yo solía tener una vida personal. Una buena mujer dedicada, delicada, bella y compañera y, por sobre todas las cualidades, joven. Al conocerla creí enamorarme de su inteligencia y su sagacidad discursiva, pero con los años he comprendido que mi libido se encendía debido a su juventud y su belleza, cualidades que en nuestro castellano deberían nominarse con el mismo vocablo. A pesar de mi madurez pronunciada, pude tener con ella dos hermosos hijos, hoy donceles de veinte y dieciocho años respectivamente. Estimaba ser feliz con esa mujer y esa rutinaria existencia, pero ahora comprendo, entre estos cuatro muros, que solo era un fraude de mis sentidos.

Existíamos en ese estado de bienestar cotidiano, alimentado de conversaciones que mezclaban lo cotidiano y lo profundo hasta que algo nuevo me sacó de esa mendaz tranquilidad. Un alumno nuevo, o antiguo del que yo no me había percatado de su presencia, se adscribió a mi cátedra. A pesar de su rostro cetrino y sus motas ingobernables, antónimos absolutos de mis rasgos adriáticos, encontraba en él algo mío, algo de lo que había sido en mis años de estudiante. Cierta seguridad en sus argumentaciones y algo de soberbia intelectual, sumados a un interés manifiesto por mis investigaciones concibieron en mí una camaradería inicial con Esteban, y muy pronto una sutil amistad. Se adosó inmediatamente a mi círculo de camaradas y fue el más jovial e inteligente de cuantos me rodeaban. Definitivamente era muy parecido a mí, era un adlátere perfecto.

Un día decidí invitarlo a cenar en casa. Fernández –que ése era su apellido- arribó a la cita puntualmente, como lo hacía en cada una de mis clases. La noche transcurrió de manera feliz entre charlas y vinos, pero Silvana me hizo notar algo de lo que yo no me había percatado: detrás de su carácter ameno mi mujer creyó descubrir un dejo de melancolía en sus ojos negros. Ahí hay algo en lo que alguna vez quisiera indagar, ese incomprensible don femenino para internarse en el interior de las personas a través de su mirada. Ante aquella alerta de mi esposa, en los días subsiguientes intenté ahondar en su suposición, primero con acercamientos remilgosos sin ningún resultado más que evasivas, y luego con interrogaciones directas, ante las cuales Fernández un día dejó en libertad su alma y me narró su historia. Un amor de juventud, unos padres incomprensivos, un niño que no nació, una muerte joven, una tristeza sin fin. Y no pude menos que enternecerme con esa alma desolada, escondida tras esa mirada que comenzaba a inquietarme.

A partir de ese momento Fernández y yo nos enlazamos al fin en una amistad indestructible. Terminadas las clases compartíamos conversaciones interminables acerca de filosofía, literatura francesa –pasión de los dos también- y de nuestras vidas, que parecían tan distintas en sus resultados finales, pero no tanto en sus objetivos iniciales. Los dos habíamos soñado una vida familiar, los dos llevábamos en nosotros una ávida inquietud intelectual, los dos teníamos los mismos ideales, los míos ya vetustos, los de él en plena ebullición. Podría decir que por aquellos días fui feliz, había encontrado en Fernández un amigo, el primero en mis 47 años.

Una mañana de domingo comencé a notar lo que hoy me perturba y me tiene en este estado. Al peinarme noté mi cabello mucho más sedoso y dócil. Los dientes del peine se desplazaban fácilmente a través de mi pelo. Atribuí el fenómeno al oportuno cambio de shampoo.

Al día siguiente, al mirarme al espejo, me vi la piel con una tonalidad morena que yo no poseía naturalmente. Se lo dije a Silvana en nuestra rueda diaria de mate y sonrió, alabando mi frondosa imaginación. No seguí hablando del asunto. Pero lo más extraordinario ocurrió el martes. Al colocarme la vestimenta que utilizaría ese día comprobé que me quedaba holgada. Tenía la figura de un joven de veinte años: mi espalda derecha, mi torso juvenil, mis piernas monolíticas. Esta vez tuve pudor de citar la mutación notable de mi figura a Silvana temiendo que me tomara por loco, y apuré mi camino a la Facultad para contárselo a Fernández. Pero él también se veía distinto. Su pelo aparecía ceniciento, del tono de mis incipientes canas. Su piel era tostada pero no del color cetrino de ayer. Su cuerpo parecía tener encima el peso de los años transcurridos. Esta vez le aludí mis inquietudes y me miró de una manera extraña, no con la extrañeza que mis palabras hubieran provocado en otra persona sino con una complicidad mezclada con picardía maligna que aún hoy me estremece. Pero en casa nadie parecía notar los cambios.

Pasó la noche, noche en la cual no pude pegar un ojo. Me levanté en plena madrugada, a eso de las tres y media, a mirarme al espejo, esperando encontrar al Isaías Bregovic de siempre. Y solo encontré la figura de ese joven que era yo y no era al mismo tiempo. Así llegó la mañana del miércoles 7 de setiembre. Y horrorizado al mirarme nuevamente al espejo vi mis ojos que ahora tenían una forma rasgada, como los de Fernández. Mi rostro era el suyo. Mi cuerpo respondía a sus señales. Salí a increparlo encolerizado por aquel robo de identidad y al hablar surgió de mis cuerdas vocales la transparente voz de mi alumno. Hubiera jurado que él no era más que un espejo, de pie en el centro de la sala. Poseía mi cuerpo, mi cara, mis ropas, mi voz, hasta la cicatriz de una operación en el abdomen cuando era niño, dato que comprobé al levantar sus ropas en medio de la pelea que promovía para constatar el último dato que le daba certeza a mi otredad. Nos trenzamos en una lucha cerrada, pero él era fuerte, hizo uso de mi cuerpo moldeado en horas de gimnasia, y logró reducirme. La llamada a la autoridad y a mi esposa, el interrogatorio, la mirada socarrona de los policías de la seccional, el traslado a este lugar donde hoy voy decayendo a cada minuto, todo fue sucediendo como un flash.

Y aquí estoy, con esta pobre gente abandonada a la buena de Dios, algunos que disfrutan de las migajas de cariño que les prodigan sus familiares, que se quedan minutos como si la locura fuera contagiosa. Los que gozan de este mísero privilegio son los menos. Yo no lo tengo. Solo me asisten las enfermeras, una de las cuales me proveyó de papel y una lapicera para poder escribir esta carta a quien quiera leerla, el destinatario poco me importa. Solo quiero que se sepa la verdad. Que tampoco le importa a nadie. Allá, en Vistalba, Fernández, para todo el mundo yo, juega con mis hijos, sale a cenar con mis amigos y se acuesta con mi esposa. Y nadie nota el infernal trueque. Ni lo notará.

 


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