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Actualizado el 26 de Abril de 2023


Fábulas de escritos y olvidos


En el día del libro y del idioma compartimos algunas narrativas de ficción narradas e ilustradas por Matías Edgardo Pascualotto

Metaponto. Grecia. 430 a.C.

Trazaba las líneas con destreza en el círculo de arena previamente alisada con su mano. La vara de laurel que le servía de marcador se movía ligera, guiada por la idea que se reflejaba en el ceño fruncido bajo su frente caoba. A la distancia, las ovejas confiadas a su cuidado, balaban desordenadas bajo el sol del desierto. Desobedeciendo el encargo, había abandonado el pastoreo cuando el cálculo de líneas y números reflotó a su mente.

El capataz, en una ocasión que lo encontró jugando con las líneas, le había prevenido que esas ocupaciones no eran propias de su condición de esclavo. Rememoraba como su existencia había sido canjeada por monedas, en el puerto griego donde fue desembarcado, luego de la cacería humana en su natal poblado africano.

Pero la elucubración lo obsesionaba. La había esquematizado en su razonamiento, ayudado por el estudio de los ideogramas que su abuelo, sabio políglota de la tribu, se empeñó en transmitirle desde niño.

El ruido de las pisadas lo trajo nuevamente al presente. Largó la vara y, abandonando la escritura, corrió donde el rebaño.

Instantes después, Pitágoras, amo y señor de la casa, que vagaba por las periféricas construcciones de sus dominios domésticos, se acercó al círculo de figuras garabateadas en la arena, y, curioso, clavó su vista en los trazos. Un rato después, durante el cual se mantuvo sumido en larga y silenciosa introspección, mientras acariciaba su blanca barba de sofista, tomó un trozo de carbón de los viejos fogones que invadían el terreno, y, en el pliegue de su larga túnica de lino crema, apuntó el teorema.

Buenos Aires. Argentina. 1890

El escrito era para el olvido. Un refrito de ideas viejas, de la más vulgar factura. No obstante, por aquellos días, el periódico oficial destacaba que la joven promesa literaria hacía honor a su padre, el señor Ministro, continuando sin lugar a dudas, la sensibilidad y aguda inteligencia de su patricia estirpe.

Lo publicaron con pompa para compensar la insolvencia de contenido, encuadernado en cuero y con estampas de dorada filigrana en su lomo, a costa de la imprenta del Congreso. El grueso de los ejemplares, quedaron en el sótano de la imprenta institucional. Fundamentó dicho destino, la falta de interés de su contenido, así como el menor atisbo de aporte cultural del mamotreto impreso.

Décadas después, en razia contra los roedores y las filtraciones del casi centenario edificio, los ordenanzas se cruzaron con la tirada, embalada con piolín como jamón serrano. Atisbando de soslayo los dorados de la edición, concluyeron, mientras cebaban el mate, que debía ser cosa importante. El informe sobre los volúmenes, heroicamente supérstites a la voracidad ratonil, fue enviado al novel Subsecretario de Cultura junto con un ejemplar, en prueba cabal del hallazgo.

La sorpresa llenó el hastiado y rechoncho rostro del funcionario, cuando, navegante la vista por sobre los formularios y las firmas del despacho, del cual rogaba huir mirando de soslayo el reloj, descubrió en el autor del polvoroso libro, a su materno tío abuelo.

Hoy, años después del descubrimiento, el mamotreto, reimpreso en versión económica por la editorial universitaria, luce sus primeras ediciones bajo los anaqueles de la Academia, obra imprescindible de iluminismo del arte y la ciencia, objeto de análisis filológico, y cita obligada de los becarios.

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Mendoza. Argentina. 1997

La profesora de lengua abrió dos ojos de lechuza sorprendida, extraviados bajo las gafas de grueso marco negro, mientras revisaba, en su destartalado escritorio de escuela de periferia urbana, la composición escrita por la pequeña alumna.

En un arranque detectivesco, y en la puerta del rancho de adobones, a cuyos fondos relucía la plantación de hortalizas que otorgaba colorido al llano y polvoroso paisaje de la zona, observó los rostros tímidos de los padres de la pequeña, que denotaban lo inentendible de sus alocuciones, cuando los interrogó, casi estúpidamente (así se sentiría después), preguntándoles si en la humilde vivienda había ejemplares de Borges o Mujica Lainez, y qué títulos de literatura contemporánea poseía la biblioteca.

Pocos días después, la maestra, embelesada por el brillante cuento, en el cual los hechos relatados perfilaban sutiles y refinados visos filosóficos, anunciaba a la pequeña autora de ojos marrones, negras trenzas de grueso pelo, y manos gastadas por la cosecha, su inminente gestión. La anotaría como participante en el Certamen Literario Provincial.

El espontáneo chillido de alegre afirmativa de la pequeña, y el abrazo a la maestra de pecho emocionado, pronto se convertiría en honda pena para ambas, ante el vacuo purismo burocrático de la Comisión Organizadora, y su extraña idea sobre el fomento del talento.

Que la incompleta documentación personal de la niña, que la necesidad de la presencia en el hotel de la capital para las semifinales (nono, profesora, obviamente, el pasaje y estadía es a cuenta de los participantes), que los gastos notariales de rúbrica del manuscrito a presentar, y demás etcéteras, dieron por tierra con la efímera ilusión.

Hoy, a muchos años y distancia del suceso de chato provincianismo institucional, en alegre comunicación remota, la joven escritora de 33 años charla con su vieja maestra, de la cual la separan algunos miles de kilómetros. Sentada en el sofá de su oficina, observando en el recuadro de aluminio del ventanal la rompiente de la azul costa marina, anuncia a su otrora madrina, la aparición inminente en tres idiomas, de su sexta novela.

Por Matías Edgardo Pascualotto. Máster en Historia

 


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