Más noticias | Sociedad
Actualizado el 24 de Mayo de 2017


Orgulloso de su distrito: Montecaseros


La procesión de antorchas, el cine de los sábados, los bailes en el club, el equipo de fútbol... todo refleja la pasión que el autor siente por su pueblo.

Cuando me preguntan de dónde soy inmediatamente digo: “Yo soy de Montecaseros”; me sale así, automático, pese a que ya hace varios años que vivo en la ciudad de San Martín, y a que nací en la provincia de Buenos Aires.

Eso nos pasa a los que crecimos en los distritos de San Martín; primero se es del lugar y después viene la religión, después el fútbol y por último la política.

Los de Montecaseros en eso nos parecemos a los de Palmira, a los de Alto Salvador, a los de Buen Orden, a los de El Ñango y así el resto, primero está nuestro terruño y su gente, pese a que hoy los caseríos no sean los mismos.

Lo increíble es que seguimos siendo de allí, y cada vez que volvemos sabemos que los lugares de reencuentro siguen siendo los mismos, y los amigos estarán siempre; que hay broncas de vieja data de las que no se habla ni se hablará y que el pecado más complicado de sobrellevar es codiciar la mujer del prójimo.

Otras épocas

El Club Montecaseros merece una historia aparte. Es increíble ver lo que es ahora y lo que fue. Recordar cómo era nos sirve para ver todo lo que se puede hacer. Me acuerdo de los bailes, de la pista de afuera y del salón con techo de caña. Recuerdo la vieja cantina y cuando llovía los que jugaban al chichón ponían los pies sobre ladrillos. Si lo ven ahora con aire acondicionado, es un claro ejemplo que no todo tiempo pasado fue mejor.

Hubo grandes jugadores en el Club: Fava, los Sfreddo, los Alvarez, los Maravilla, los Lombino, los Pontoni, los Cartellone, los Scerca, y tantos otros, pero para mí el mejor siempre fue el Gringo Toriglia. Cuando se enfermó y le dio por irse a caminar, todos sabíamos que había que traerlo de vuelta a la casa; muchas veces me paré y le pregunté: “Para dónde vas Gringo”, él me decía: “Me voy pa’ Montecaseros”.

Un día iba casi llegando a la usina por el Carril Zapata, me paré y estuvimos charlando un rato. Me dijo que se iba para Montecaseros porque sus hijos se habían cambiado a un pueblo que no le gustaba, aunque la gente era buena y lo saludaba. Ese pueblo es Montecaseros que había cambiado para el Gringo y también para nosotros, aunque tal vez no nos hemos dado cuenta.

Hoy, los domingos a la mañana es parada obligada el banco, que vino a remplazar al palo que servía de asiento y que estaba en la bomba de nafta del Gringo Toriglia. Allí vamos y antes fueron los que nos precedieron, y lo hacemos también para que después vayan los que vendrán; allí vamos los que somos descendientes de los Cornejo, los Barboza, los Videla, los Sosa, los Fazan, los Dichara.

Somos lo que hacemos, y lo hacemos porque nos enseñaron a amar a Montecaseros. Por eso, soy de ahí y siempre vuelvo.

Hablando de eso, muchos se quedaron con sus novias de toda la vida a las que conocieron en la primaria y que reconquistaron para la época de la novena; recuerdo que esperábamos con ansiedad la noche de la procesión de antorchas, uno se acomodaba cerca de la chica por quien suspiraba y éramos capaz de aguantar la cera caliente de la vela sin la mínima mueca. Doña Carmela Savoini sabía nuestras intenciones y nos hacía sentar adelante para asegurarse de que nos portaríamos bien.

El otro lugar de encuentro fue el cine de los sábados en doble función. Las sillas eran de totora y sin respaldo, por lo que por cuestiones de comodidad era habitual que muchos llegaran con las sillas de la casa. Funcionaba en verano, y por suerte no había esto del fenómeno del Niño, aunque más de una vez, en lo mejor de la película nos sorprendía una tormenta. 

El Negro Salas nos conocía a todos por lo que nunca pudimos entrar a ver una de la Coca Sarli, los árboles eran una barrera infranqueable y solo teníamos que conformarnos con el sonido, tengo grabado a fuego la frase “¿Qué quiere usted de mí?” No había otra que irse a buscar etiquetas de cigarrillo para jugar a los tarros.

Cuando llegaba la hora de la retirada, entre todos juntábamos las monedas, nos comprábamos una gaseosa de litro y la tomábamos del pico, en la oreja del sillón de los turcos Yunes, cuyo caserón aún se mantiene en pie. Éste es otro tema, con los años entendí que no eran turcos sino sirios y para las fechas patrias ponían frente al almacén la bandera Argentina y la bandera de Siria.

Había otros dos grandes caserones de adobe, que también tienen ricas historias. En uno estaba la carnicería de los Domínguez y en ese lugar afinaban las guitarras y la garganta, no solamente los Domínguez sino también los Zabala, los Sosa, el Peluco Sfreddo. También se jugaba a la taba y muchos aún recuerdan cuando Don Fortunato la dejó clavada en el palo de techo y la hicieron valer.

Por Oscar Sívori - Fiscal de la Primera Cámara del Crimen de la Tercera Circunscripción

Fuente: Diario Los Andes


Etiquetas:




Click en la foto para ampliar.



















Desarrollo de Pizza Pixel